Saludos queridos lectores. Algunos me retomaréis del pasado y espero que otros os incorporéis en esta nueva etapa que he decidido abrir. He estado bastante alejada de este rinconcito, y lo he echado mucho de menos. En este tiempo he escrito algunas cosillas que voy a compartir con vosotros.
Estoy escribiendo algunos relatos cortos que creo que os gustarán. Pero para empezar os voy a dejar una colaboración que hice para un libro de relatos que publicó El Taller de Escritura Creativa de L'Eliana, en su curso 2019-2020.
Como es algo largo y no quiero que os canséis mucho, lo dejaré en tres partes. Aquí va la primera:
LA PASAJERA
DEL STANBROOK
Pilar Roldán
La ciudad acababa de sufrir un bombardeo. Más casas destruidas. Más
niños huérfanos. Más padres sin niños. Más personas sin hogar. Más miseria.
Todo era gris, triste, tenebroso; desde que se oían silbar las bombas
era así. No había nada nuevo. Llevaban ya tres años de guerra. Los pocos
habitantes que quedaban en la ciudad, en su mayoría mujeres, niños, ancianos, o
enfermos, estaban ya acostumbrados.
El sol, aunque siguiera saliendo cada día, brillaba de otra manera, como
si no alumbrara lo suficiente. No había color en la calle. No había color en la
ropa de las jóvenes. No había color en las flores, porque ya casi no había ni
flores.
Silvana contaba solamente
veintitrés años, pero ya se sentía casi una anciana. ¡Había vivido tanto!
¡Había sufrido tanto! Acababa de saber que su padre, el único ser que la
mantenía unida a la cordura y la obligaba a sobrevivir, había muerto
encarcelado como un perro. Era el único eslabón que le quedaba y ahora también
se había ido. Sus dos hermanos lo hicieron antes y a su madre apenas llegó a
conocerla; cuando tenía poco más de tres años se le fue víctima de unas gripes
extrañas. Tenía algunas imágenes de ella; a veces, en noches largas y tristes,
se le aparecía e intentaba darle fuerzas para que siguiera. La animaba a
sonreír, a persistir, a seguir viviendo un día más, pero la lucha fratricida,
que se empeñaba en no terminar nunca, le arrancaba una a una las pocas
ilusiones que le quedaban.
Hubo un tiempo en el que hasta había soñado con casarse y formar una
familia, pero todo aquello se lo había llevado la guerra. Ya no se permitía ni
siquiera pensar en ello. Parecía como un
sueño lejano que hubiese ocurrido en otra vida.
Ahora no tenía donde ir, ya no le
quedaba nadie a quien recurrir. La dueña de la casa que habitaba, al saber que
su padre no iba a regresar y que nunca cobraría lo atrasado, no había dudado en
ponerla de patitas en la calle. A Silvana no le llegaba para pagar el alquiler.
Con lo poco que conseguía remendando algunas piezas a las personas que le
seguían llevando sus ropas, casi por caridad, apenas le alcanzaba para llevarse
algo de vez en cuando a la boca. Eran tiempos en los que no se perdonaba nada.
No se daban oportunidades. Lo que cada cual conseguía había que pelearlo con
uñas y dientes. Y a Silvana ya se le acababan las fuerzas.
Decidió que lo mejor sería marcharse. Sin pensarlo mucho. Sin saber a
dónde. Sin mirar atrás.
En un momento, apenas los segundos que duró el primer aviso de las
sirenas anunciando un nuevo bombardeo, la calle se había quedado desierta. La
gente había desaparecido y ella sin saber qué hacer, corría. Corría sin
sentido, sin dirección, sin más objetivo que alejarse del horror. Correr,
correr era todo lo que importaba. Huir del infierno.
En uno de los momentos en que se permitió detenerse a tomar aliento,
pudo escuchar los gritos provenientes de un sótano. No era nada extraño, la
gente gritaba, a veces con motivos y otras sin él. Pero gritaban. Pocas veces
hablaban en un tono normal; en el tono de antes de la guerra. Habían perdido el
hábito de la conversación; susurraban o gritaban. Aunque era casi peor cuando
callaban.
Pero aquellos gritos, los que Silvana acababa de escuchar, no eran los
habituales de desesperación o miedo. Aquellos gritos eran de alguien que se
sabía fuerte y poderoso; también malvado. Eran gritos autoritarios. Parecían
pertenecer a un hombre que se creyera dueño de todo lo que hubiese a su
alrededor, incluidas las personas.
Silvana no podía seguir corriendo. Ni siquiera caminar. No podía
separarse de aquella ventana. Parecía que una fuerza sobrehumana la clavaba al
suelo y la obligaba a escuchar los gritos que indicaban lo que estaba
ocurriendo en aquel terrible instante. Intentó
rehacerse y siguiendo las voces penetró en un portal que conducía a una
especie de semisótano. Bajó un par de escalones y agazapada tras la puerta
entreabierta siguió observando lo que allí ocurría. Estaba claro que el
individuo confiaba en que con el ruido y la emergencia del bombardeo, nadie
estaría prestando atención a su canallesco proceder.
En aquel instante el hombre golpeaba sin piedad a una mujer que mantenía
a un bebé en brazos.
El salvaje arrancó el niño a la madre de un manotazo y lo arrojó al
suelo sin piedad. Seguidamente se lanzó sobre el cuerpo de la mujer para
estrangularla con el evidente propósito de acabar cn su vida. Estaba cegado. No
oía ni veía nada a su alrededor. Solamente profería gritos insultando a la
mujer y jurando que después de terminar con su vida haría lo mismo con la del
bebé.
Y ahora como en las series más emocionantes, me arrogo el derecho de poner: continuará...
Recordando tiempos pasados...saludos muy optimísiticos. Os veo muyyyy pronto.
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